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jueves, 2 de febrero de 2017

Recuerdos de La Parada

"Danza de tijeras en pueblo joven", por Mario Sierra Talaverano.

Por Nivardo Córdova Salinas 

Tras haber permanecido tres años sin pintar a causa de un derrame cerebral, el artista Mario Sierra Talaverano (Uranmarca, Andahuaylas, 1948) regresa a las artes plásticas con una muestra pictórica en homenaje a su maestro y amigo, Víctor Humareda (Lampa, Puno, 1920), el gran maestro de la pintura peruana.
La historia empezó en el ya mítico “Lima Hotel”, en La Parada, donde se conocieron en la década del sesenta, luego de que el maestro regresó de Europa. Ambos, inmigrantes, encontraron en Lima un laboratorio para la creación artística. Sierra trabajaba como ayudante en el “Lima Hotel”.

Era el año 1966, y entabla una amistad con el eximio maestro de la pintura peruana, cuyo taller estaba instalado en su cuarto de hotel, ubicado en el corazón de uno de los distritos más emblemáticos de Lima. Allí, Mario comenzó a practicar el dibujo y la pintura bajo indicación de Humareda, hasta su fallecimiento el año 1986 y su tránsito hacia la historia el arte peruano, convertido en un clásico contemporáneo.
Víctor Humareda Gallegos y Mario Sierra Talaverano.
 “LLEGUÉ A TRABAJAR A LA PARADA”
Mario Sierra, quien además es periodista y escritor, ha proporcionado datos para reconstruir su biografía. Estudió la primaria en la escuelita de Uranmarca, que actualmente se denomina “IEPM 54188 Mario Sierra Talaverano”.
Luego, a temprana edad, emigra a Uripa por motivos de estudio. Al tercer año de estancia en el núcleo escolar es expulsado por dibujar y así quedó truncado su cuarto año de primaria faltando pocos días para el examen final de 1964. En el mes de diciembre del mismo año viaja hacia la capital (Lima), haciéndolo desde el altillo de un camión de ganado, hasta Huancayo. Luego viajó con la empresa Gutarra a Lima.

Llegó a La Parada: “Lo taxistas se disputaban los pasajeros como las pirañas para dejarlos en su destino final por una buena paga. Una señora que bajó antes, me hizo el cambiazo con mi equipaje que consistía en un costalillo con un par de cambiadas de ropa y una frazada, y algunas cartas, dejándome en su lugar otro similar que contenía pañales de niños, bolas de queso, maíz tostado y un buen puñado de monedas de plata de nueve décimos, veinte centavos, diez centavos y monedas de cobre, también abundantes cartas sin destinatario. Así me encontré con la gran capital del Perú.

Han pasado casi treinta años del fallecimiento de Humareda. Mario Sierra recuerda cómo lo conoció. Ahora prepara una muestra de homenaje a realizarse en marzo en Lima, donde expondrá cuadros que tienen motivos semejantes a los de Humareda: La Parada, Cerro El Pino, arlequines. Actualmente trabaja en el Centro Cultural de la Universidad Nacional Federico Villarreal (UNFV).

"Pueblo joven con mototaxi", óleo de Mario Sierra Taalaverano.

– ¿Cómo fue que Humareda empezó a enseñarte a pintar?
– Me invitaba a acompañarlo a la Quinta Heeren, en Barrios Altos, para hacer bocetos para sus futuros cuadros. Pero sobre todo íbamos a La Parada, y a las plazuelas de Lima, la Rinconada de San Francisco, o a tomar un café en el famoso bar restaurante Chino-Chino, en Colmena. Ahí estábamos frecuentemente. Así fue que lo conocí, hasta que un día le dije: “Quiero pintar, maestro, recomiéndame con tus amigos en Bellas artes”. Y él me aconsejó: “No seas cojudo, ahí no vas a aprender nada.  Solo quédate aquí conmigo, observa y ayúdame en algunas cosas…”. Y así me formé en la pintura, viendo cuando el maestro Humareda pintaba tangos, arlequines y retratos de Marilyn Monroe, me gustaba bastante. Observar para dominar el color, dibujar con todos los colores que se pueda.

– Lo conociste en el Lima Hotel, en La Parada. ¿En qué circunstancias?

– Él vivía allí. Lo usaba como habitación y taller. Lo conocí cuando el maestro acababa de retornar de París, un mes de diciembre, una tarde amarillenta, bastante calurosa. Entonces ahí empezamos a conversar. Le dije, “Maestro, quiero hacerle algunas preguntas”. Y muy amablemente me invitó a sentarme a su lado, y empezamos a conversar. Me preguntó ¿De qué parte de Puno vienes? Y yo le dije: “No soy de Puno, soy de Andahuaylas.”. Entonces me habló de José María Arguedas,  pero yo en ese momento no conocía al gran novelista peruano, aunque posteriormente sí nos llegamos a tratar.

“Arlequín en descanso”; óleo de Mario Sierra.
 – ¿Cuál es la mayor lección que recibió de Humareda?
– Todo. Especialmente haberme enseñado a pintar los arlequines, su vestimenta, todo. Me enseñó a usar todos los tonos de colores. “Hay que dominar, mezclar, transformar”, me decía el maestro.
"Arlequín en descanso"; óleo de Mario Sierra.

– Además de arlequines pintas escenas de La Parada, las fiestas, músicos y danzantes en los cerros… las máscaras costumbristas, los vendedores ambulantes…
– Ahora tengo cuadros de La Parada con el tren eléctrico. La Parada ha cambiado mucho, antes era más desordenado, movido, había mucha delincuencia. Cuando pasabas por esa zona, respirabas el ají molido, picante… Me gusta pintas las danzas de la sierra. La danza de Los huacones, en especial. Varias veces he ido a Huancayo, al pueblo de Mito, para presenciarla en vivo y en directo. También me gustan los danzantes de tijeras. He tenido suerte, aprendí a pintar con el maestro Humareda y he hecho varias exposiciones, incluso mis obras están en muchas colecciones en varios países de América y Europa. Me han invitado a viajar al extranjero. Pronto voy a jubilarme y mi sueño es ir a exponer mis cuadros por el mundo. Sin embargo, mi vida está vinculada a Lima, ciudad que es todo para mí. Aquí encontré una nueva vida. Fue difícil: vine desde mi tierra en un camión buscando un futuro mejor.
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Retrato al carboncillo de Mario Sierra realizado por Víctor Humareda.


– Estuviste delicado de salud. ¿Qué sucedió?
– Dejé de pintar casi cuatro años. Hace tres años, un mes de julio, me sentí mal. Mis pies y mis brazos estaban torcidos. Me dio un derrame cerebral. Me recuperé con fe en Cristo, en el todopoderoso, ahora me siento maravillosamente. Dios todopoderoso puede todo, solo hay que tener fe en él. Hay que aceptar su voluntad. Felizmente, tengo una familia maravillosa: mi esposa y mis dos hijas. Soy abuelo, a mis nietos les gusta el arte.

– ¿Qué recuerdos tienes del día en que murió?
– El día que falleció aparecieron sus “medias hermanas”, bastante amargadas, preguntándome: “¿En qué banco tiene su plata?, dime, tu eres su amigo…”. Pero cuando el maestro estaba enfermo nunca vinieron. Su velorio y entierro fue bastante sencillos, lo sepultamos en el Presbítero Maestro, y después yo hice poner una lápida. Algunas veces voy, llevándole música de violines y las flores moraditas, violetas, una flor que le gustaba mucho: el jacarandá.

– ¿Qué representa Humareda para la pintura peruana y universal?

– Es un auténtico maestro, muy interesante. Pero el pueblo peruano no lo aprecia, no son cultos, hay mucha ignorancia, no le dan valor. Le dan valor a lo que no tiene valor…

“Plazuela de San Camino, en Barrios Altos”, óleo de Mario Sierra Talaverano.
 – Hay muchos mitos y mentiras que se dicen sobre Humareda, por ejemplo que era bebedor de alcohol…
– Él no tomaba licor, solo bebía manzanilla. Hay personas que mienten al respecto. Claro, si alguna vez alguien le daba una botella de vino, el compartía con su amigos. Pero no era un alcohólico, no fumaba. Le gustaba mucho la tranquilidad, el sosiego.


– Pasando a otro tema de gran importancia. Tú eres quechua hablante. ¿Cuál es la situación de los quechua hablantes en el Perú?
– Los peruanos quechua hablantes cada día tienen más interés en hablar en quechua, están rescatando palabras y costumbres. En 1965, cuando llegué a Lima, no se escuchaba el huayno, muchos tontos tenían vergüenza de hablar. Ahora es diferente, hay quechua en el internet, programas de Tv y de radio en quechua. Me gustaría tener un programa cultural en quechua.

– ¿Qué recuerdos tienes de tu pueblo natal, Uranmarca?
– Muy lindos recuerdos de mi pueblo natal. el orgullo de que el colegio nacional de Uranmarca lleva mi nombre. Últimamente ya no he viajado, mis padres fallecieron, casi no tengo motivos para ir. Mi casa natal sí existe, espero que se pueda hacer un centro cultural allá o una escuela de bellas artes, todo se pude hacer con voluntad. Sé que mi pueblo hora ha cambiado, ya no es como antes ahora hay construcciones modernas. Recuperemos nuestra memoria, no olvidemos a los pueblos y sus costumbres. Y dejar de ser egoístas. Todo eso tenemos que cambiar.

“La huaconada de Mito”, óleo de Mario Sierra Talaverano.



lunes, 2 de junio de 2014

Con Mario Broncano en La Victoria



Por Nivardo Córdova Salinas
(Este artículo fue publicado en la revista Entrenabasquet N° 130, Trujillo, mayo de 2014, por gentileza de su director Pacho Vásquez Pita) y en el diario La Primera (Lima, Perú)

Hace poco me encontré cara a cara, corazón a corazón, en el ring de la vida, con el ex boxeador, pero todavía peleador, luchador y pechador, Mario Broncano Gómez. Ocurrió durante  una tarde nublada en la cuadra doce del jirón Huascarán, en el distrito limeño de La Victoria, a orillas de la tempestad. Guardo este recuerdo como un tesoro, pero también como un reclamo al cielo.
Ahí estaba el gran Mario, sentado sobre la vereda. Considerado en su momento como “un boxeador de dotes espectaculares", la crítica especializada ya avizoraba en él al futuro campeón mundial, al sucesor de Mauro Mina. A sus 18 años, tenía al mundo en sus manos.
Conoció los sinsabores de la vida desde niño. Y como muchos otros niños que sienten en la piel el vidrio filoso de la calle, ante la desidia de la sociedad y la falta de oportunidades para estudiar, empezó a realizar pequeños hurtos. Sin ánimos de volverlo un mito o de aplaudir su estilo, su vida es una novela. Internado cuando era adolescente en el Centro Juvenil de Diagnóstico y Rehabilitación de Lima (ex Maranguita), en Pueblo Libre, Broncano empezó a demostrar sus dotes pugilísticas a temprana edad.
Como relata el periodista Ernesto Chávez en “Crónica viva”: "A los 18 años de edad, Mario Broncano había ganado 264 peleas, era el único boxeador peruano segundo en el ranking latinoamericano y todos abrigaban la esperanza de que siguiera la senda del legendario Mauro Mina y llegase a campeón mundial. No solo era un pugilista que parecía tener el mundo en sus manos, sino el aparente símbolo de los adolescentes del Albergue de Menores de Maranga, de los que luchaban por demostrar a las autoridades insensibles,  que eran capaces de rehabilitarse ante la sociedad que los marginaba como parias. Tras los triunfos pasajeros, la fama y una aureola de invencible gladiador en el ring, la procesión iba por dentro. No fue el padre que lo abandonó ni las juntas, como se quejaría en su caída al precipicio de la delincuencia.”
Broncano llegó a ser campeón sudamericano y logró varios títulos deportivos. Pero la procesión –no la del Señor de los Milagros- sino la de la terrible enfermedad de la adicción iba por dentro, matizada con su vida delictiva. Lurigancho y Castro Castro fueron los penales donde estuvo internado.
Pero no somos nadie para juzgar a nadie. Quizás en otro país, en otro contexto, el buen Mario hubiera sido un campeón de limpia trayectoria, un hombre ejemplar y de bien. Pero ¿qué
digo?, si, como dicen los Evangelios, “no hay ningún justo: nadie”.Quienes no han tenido la desgracia de pisar una cárcel, suelen jactarse de tener una “vida digna”. Se oye con frecuencia: “Yo no he robado, no he matado a nadie, no consumo drogas, soy un buen padre, a mis hijos no les falta nada. No soy ningún delincuente, no soy pecador, No necesito pedir perdón a Dios…”. Lo he escuchado con mis propios oídos.
En el encuentro en La Victoria,  y a bordo del ómnibus que surca el centro de Lima por la avenida Manco Cápac y luego vira hacia el famoso mercado de Matute, diviso a Mario Broncano desde la ventanilla. “¡Baja en la esquina!”, me apresuro a gritar y ya estoy con el pie derecho en la pista brava.
Por un instante dudo y pienso. “Esta puede ser la entrevista periodística que me reivindique con mis lectores y colegas”–pienso– pero desecho automáticamente la idea, porque no hay más salvación que en Dios, me digo a mí mismo (¿lo pienso para reivindicarme con el altísimo?). Pero hay algo en su aureola que me obliga a acercarme con mucho respeto.
– Don Mario, buenas tardes, disculpe usted este atrevimiento de acercarme de manera tan abrupta.
El hombre está concentrado, enrollando un cigarro. Me mira de reojo, desconfiado.
¡Habla, causita! ¿Qué haces por aquí? –pregunta.
– Lo vi a usted desde el micro y he bajado para saludarlo,  porque tengo un gran respeto por usted.
– ¡No me florees mucho!, –expresa, como si estuviera conectándome un gancho al hígado.
– No es floro, “papá”.  Es verdad lo que te acabo de decir–lo tuteo, como achorándome un poquito.
Broncano me parece un niño. Su mirada es triste. Tiene el ojo izquierdo lesionado, producto de un garrotazo cobarde que le dio un frutero, según leí hace tiempo en un diario. Parece que llora “para sus adentros”. Termina de enrollar su pavesa. Enciende y da una calada profunda.
– ¿Maestro, todo bien? ¿Se siente bien? –digo, por decir algo, porque el hombre parece que quiere estar solo. Y yo siento que lo estoy cansando. Y quisiera contarle un pedazo de mi vida, contarle todo, decirle que yo también estoy sufriendo demasiado.
– Todo bien chochera. Parece que eres buen pata. Pero no camines solo por aquí, porque te pueden “poner al toque” (asaltar). Mejor anda, no más. Todo tranquilo.
– Es un honor conocerlo. Siempre quise entrevistarlo. Y ahora que lo vi, bajé rápido a saludarlo, para decirle que a pesar de todo lo que digan de usted yo creo que sigue siendo un ejemplo de lucha, pese a todo. Quizás, como muchos, los problemas de la vida nos ahogan, no nos dejan respirar y a veces “nos tiramos al abandono”, al precipicio, hasta el "fondo más hondo".
– Yo no soy ejemplo de nada.–me dice.
El día se nubla más. Nos quedamos en silencio. Pero tengo una pregunta en el tintero.
– Siempre quise aprender a pelar  –le comento en voz baja– para defenderme; pero nunca pude aprender y por eso en el colegio siempre me corría de las broncas. Maestro, dígame: ¿qué se necesita para boxear? –pregunto antes de despedirme.
– ¡Solo hay que tener huevos! 
Ese derechazo me destroza el alma y caigo knock out a la lona. Suena el campanazo final. Me despido y sigo mi camino.
Broncano me sonríe como un niño que acaba de cometer una travesura.



domingo, 16 de septiembre de 2012

Pintor Mario Sierra Talaverano, discípulo del artista Víctor Humareda


Por Nivardo Córdova Salinas / nivardo.cordova@gmail.com
Publicado en el suplemento Semana del diario "El Tiempo" de Piura, págs 20-21

Lo conoció en la habitación 283 del “Lima Hotel”, en La Parada, donde el pintor Víctor Humareda Gallegos (Lampa, 1920 – Lima, 1986) tuvo su casa-taller desde 1955 hasta su muerte. Mario Talavera, trabajaba allí como ayudante de lavandería y terminó siendo no solo amigo sino uno de los más aplicados alumnos del genial pintor puneño. Este es su testimonio personal.

Mario Sierra, "único heredero del sillón de Sócrates” de su amigo y maestro el pintor Víctor Humareda.
Foto: Luz María Bedoya (Archivo personal Mario Sierra Talaverano)
“Humareda en su taller”, óleo de Mario Sierra Talaverano.
 Nótese el uso del color y la composición.
Mario Sierra Talaverano (1948) nació -"con el arte en la sangre", nos dice- en el pintoresco pueblo de Uranmarca (Andahuaylas, Apurímac) en el seno de la familia que fundaron los esposos Jorge Sierra Cochachi y Narcisa Talaverano Quesada. Sus primeros recuerdos son los colores intensos del cielo, la gama policromada de la cordillera de los Andes, los trajes típicos y las máscaras festivas, En ese recuerdo, los arpegios parecen venir de un arpa sideral.
Siempre me gustó dibujar. Nací con esa afición. Cuando recuerdo esa época siempre me veo a mí mismo dibujando en el colegio”. En la infancia lo enviaron de Uranmarca hacia el pueblo andahuaylino de Uripa donde se matriculó para estudiar la primaria en el Núcleo Campesino de Uripa. Allí ocurrió un incidente trágico que marcó su vida de artista autodidacto: “Por apoyar en las tareas de dibujo a una de mis compañeras, el profesor me expulsó del plantel”. La vida lo empezaba a golpear, mucho más que los heraldos negros del poema de Vallejo.
Pero no se amilanó ante ese episodio infeliz. Mario Sierra decidió viajar a Lima. Sin dinero en el bolsillo acomodó una alforja con alguna ropa, una frazada, queso, charqui y cancha. “Encontré un camionero que transportaba ganado y a condición de ayudarle con la carga me llevó hasta Huancayo. Viajé en el altillo del camión, cuidando a los animales”, recuerda Mario, mientras los ojos le brillan.
Desde la capital juninense, centro de las oleadas migratorias del siglo pasado, se embarcó en un ómnibus con destino a la ciudad del río hablador. El bus recaló en La Victoria, que en ese entonces era -como lo sigue siendo hoy- un hervidero de ideas y pasiones, núcleo del comercio, sucursal del país de los sueños y los emprendedores. “¿Sabe usted qué? -me dice-. Recién llegado a Lima me sucedió un acontecimiento misterioso. Como yo debía ubicar a unos familiares, luego de bajar del ómnibus pregunté cómo llegar a Barrios Altos. Había unos taxistas que se peleaban por los pasajeros. Subí al vehículo con mi alforja, temeroso, junto con otros viajeros que conversaban, en medio de la bulla de los autos. Fui el último en bajar, pero cuando revisé mis pertenencias, noté que me habían hecho el cambiazo”.
Al abrir la bolsa -que posiblemente un comerciante apurado cambió por casualidad- Mario encontró un tesoro. “En esa bolsa había mercadería y un pañuelo anudado. Lo abrí y encontré un montón de moneditas plateadas de nueve décimos, y otras monedas doradas con la figura del sol”, nos cuenta. Llegó hasta Barrios Altos, a la casa de sus parientes. “Lo primero que hice fue saludarlos en quechua. Y les dije: me he encontrado estas monedas. Ellos me dijeron: No te preocupes, nosotros te las vamos a guardar”. Desde ese día se quedó a vivir en la capital, alojado por sus parientes. De las monedas no volvió a saber nunca. Pero otro tesoro llegaría a su vida: su entrañable amistad con su maestro, el pintor Víctor Humareda Gallegos (Lampa, 1920 – Lima, 1986).

“Fiesta de las cruces”, óleo de Mario Sierra Talaverano.
El indigenismo urbano en toda su expresión.
El primer trabajo de Mario Sierra en Lima fue como ayudante en un restaurante en Santo Cristo, Barrios Altos. Al cumplir los 18 años, luego de haber obtenido su boleta de inscripción militar, fue a buscar trabajo a La Parada, la meca del comercio mayorista del Perú. Corría el año 1965. Así llegó al ahora mítico Lima Hotel, donde vivía desde 1955 -casi como en un exilio personal- el artista puneño Víctor Humareda, tras haber retornado de París.
El edificio del Lima Hotel -que ahora es una galería comercial- se encuentra en la cuadra veinticinco de la avenida 28 de Julio, esquina con Antonio Baso. La habitación número 283 fue la casa-taller de Humareda hasta su muerte. Contrariamente al mito que ha pintado este hotel como guarida de prostitutas y delincuentes, don Mario afirma que era un hospedaje frecuentado por comerciantes mayoristas que venían a realizar negocios con sus camiones a La Parada, preferentemente desde Arequipa, Cuzco, Huánuco, Huancayo, Chiclayo y Pucallpa. “Era un hotel de dos estrellas, con cuatrocientas camas y una enorme lavandería que funcionaba con máquinas a vapor, la más grande que he visto. También tenía agua caliente todo el día, bar, sala de lectura, teléfono y televisión. Había bastante movimiento. Yo empecé a trabajar doblando las sábanas”, precisa.
“Retrato al carboncillo de Mario Sierra, realizado por Víctor Humareda.

Como el maestro era natural de Lampa, Puno, hablábamos en quechua y empezamos a forjar una amistad. Lo primero que me llamó la atención fue verlo pintar. Tenía el caballete instalado al pie de su cama. Un día, vi al maestro solo, estaba pintando un arlequín, me acerqué y le dije: ¿Maestro, le puedo hacer unas preguntas? Por supuesto que sí, me dijo. Pasa”.
Mario, con el tiempo, se convirtió en asistente de Humareda, y le ayudaba a templar los lienzos en los bastidores e incluso lo ayudaba a manchar algunas telas. “Un día le hablé de mi intención de estudiar en la Escuela de Bellas Artes. El maestro Humareda me dijo que muchos egresaban de allí y no ejercían su profesión, y me dijo que mirando se aprende. Con él aprendí la técnica. Uno de los temas que me enseñó a pintar eran los arlequines”, expresa.
La etapa de Humareda en el Lima Hotel, con sus lienzos expresionistas y su famoso “sillón de Sócrates”, son un periodo importante en su biografía y su leyenda. El pintor puneño gustaba de vestir sacos y sombreros “hongo” y “de tarro”, que le daban un aspecto extravagante. Solía pasear entre los comerciantes, conversar con las putas, idealizarlas y pintarlas, tal como lo hacía con la actriz Marilyn Monroe. Don Mario asegura que Humareda no tomaba alcohol.
Víctor Humareda y Mario Sierra. Fotografía del genial maestro
y su discípulo en La Parada. (Archivo Mario Sierra)
Como persona y como pintor, Humareda fue un hombre extraordinario. Siempre lo llevaré en mi corazón”, expresa Mario Sierra quien hoy suele pintar “paisajes urbano marginales de Lima, fiestas costumbristas y arlequines”. El año pasado, en conmemoración de los 25 años de la muerte de Humareda, realizó la exposición “Matices”. Además ha publicado el libro “Humareda de colores y de noches” (1998), con prólogo del historiador Pablo Macera. Sobre la obra plástica de Mario Sierra, el historiador Juan José Vega afirmó que “oscila entre el realismo y la mitología, recogiendo una palpitante visión del mundo andino, que no excluye algunos rincones de la pobreza india en la ciudad de Lima”. El crítico Jorge Bernuy escribió: “Su gran verdad está en el comentario y en la poesía ingenua de sus personajes. Actualmente trabaja en el Museo de Arqueología y Antropología de la Universidad Nacional Federico Villarreal, del cual es cofundador. Su casa taller está en el distrito de Santa Anita (Jr. Hurin Cusco 229, Urb. Andahuaylas, teléfono 999528135).
Mario Sierra se emociona al hablar de Humareda. “A veces sueño que estamos otra vez en su taller, entre arlequines. Yo creo que él no ha muerto. Humareda es patrimonio cultural del Perú”.
Antes de salir, le agradezco por brindar esta entrevista y me despido abrazándolo y ensayando mi incipiente quechua: “Tupanansiskama” (hasta la próxima). “Hasta pronto, runasimito”, me dice.
"Puente de los suspiros", óleo de Mario Sierra Talaverano.