Por Nivardo Córdova Salinas
(Este artículo fue publicado en la revista Entrenabasquet N° 130, Trujillo, mayo de 2014, por gentileza de su director Pacho Vásquez Pita) y en el diario La Primera (Lima, Perú)
Hace
poco me encontré cara a cara, corazón a corazón, en el ring de la vida, con el
ex boxeador, pero todavía peleador, luchador y pechador, Mario Broncano Gómez. Ocurrió
durante una tarde nublada en la cuadra
doce del jirón Huascarán, en el distrito limeño de La Victoria, a orillas de la
tempestad. Guardo este recuerdo como un tesoro, pero también como un reclamo al
cielo.
Ahí
estaba el gran Mario, sentado sobre la vereda. Considerado en su momento como
“un boxeador de dotes espectaculares", la crítica especializada
ya avizoraba en él al futuro campeón mundial, al sucesor de Mauro Mina. A sus
18 años, tenía al mundo en sus manos.
Conoció
los sinsabores de la vida desde niño. Y como muchos otros niños que sienten en
la piel el vidrio filoso de la calle, ante la desidia de la sociedad y la falta
de oportunidades para estudiar, empezó a realizar pequeños hurtos. Sin ánimos
de volverlo un mito o de aplaudir su estilo, su vida es una novela. Internado
cuando era adolescente en el Centro Juvenil de Diagnóstico y Rehabilitación de
Lima (ex Maranguita), en Pueblo Libre, Broncano empezó a demostrar sus dotes
pugilísticas a temprana edad.
Como
relata el periodista Ernesto Chávez en “Crónica viva”: "A los 18 años de edad,
Mario Broncano había ganado 264 peleas, era el único boxeador peruano segundo
en el ranking latinoamericano y todos abrigaban la esperanza de que siguiera la
senda del legendario Mauro Mina y llegase a campeón mundial. No solo era un
pugilista que parecía tener el mundo en sus manos, sino el aparente símbolo de
los adolescentes del Albergue de Menores de Maranga, de los que luchaban por
demostrar a las autoridades insensibles,
que eran capaces de rehabilitarse ante la sociedad que los marginaba
como parias. Tras los triunfos pasajeros, la fama y una aureola de invencible
gladiador en el ring, la procesión iba por dentro. No fue el padre que lo
abandonó ni las juntas, como se quejaría en su caída al precipicio de la
delincuencia.”
Broncano
llegó a ser campeón sudamericano y logró varios títulos deportivos. Pero la
procesión –no la del Señor de los Milagros- sino la de la terrible enfermedad
de la adicción iba por dentro, matizada con su vida delictiva. Lurigancho y
Castro Castro fueron los penales donde estuvo internado.
Pero
no somos nadie para juzgar a nadie. Quizás en otro país, en otro contexto, el
buen Mario hubiera sido un campeón de limpia trayectoria, un hombre ejemplar y
de bien. Pero ¿qué
digo?, si, como dicen los Evangelios, “no hay ningún justo:
nadie”.Quienes no han tenido la desgracia de pisar una cárcel, suelen jactarse
de tener una “vida digna”. Se oye con frecuencia: “Yo no he robado, no he
matado a nadie, no consumo drogas, soy un buen padre, a mis hijos no les falta
nada. No soy ningún delincuente, no soy pecador, No necesito pedir perdón a
Dios…”. Lo he escuchado con mis propios oídos.
En
el encuentro en La Victoria, y a bordo
del ómnibus que surca el centro de Lima por la avenida Manco Cápac y luego vira
hacia el famoso mercado de Matute, diviso a Mario Broncano desde la ventanilla.
“¡Baja en la esquina!”, me apresuro a gritar y ya estoy con el pie derecho en
la pista brava.
Por
un instante dudo y pienso. “Esta puede ser la entrevista periodística que me
reivindique con mis lectores y colegas”–pienso– pero desecho automáticamente la
idea, porque no hay más salvación que en Dios, me digo a mí mismo (¿lo pienso para
reivindicarme con el altísimo?). Pero hay algo en su aureola que me obliga a
acercarme con mucho respeto.
El
hombre está concentrado, enrollando un cigarro. Me mira de reojo, desconfiado.
– ¡Habla, causita! ¿Qué haces por aquí?
–pregunta.
–
Lo vi a usted desde el micro y he bajado para saludarlo, porque tengo un gran respeto por usted.
–
¡No me florees mucho!, –expresa, como
si estuviera conectándome un gancho al hígado.
–
No es floro, “papá”. Es verdad lo que te acabo de decir–lo tuteo,
como achorándome un poquito.
Broncano
me parece un niño. Su mirada es triste. Tiene el ojo izquierdo lesionado,
producto de un garrotazo cobarde que le dio un frutero, según leí hace tiempo
en un diario. Parece que llora “para sus adentros”. Termina de enrollar su
pavesa. Enciende y da una calada profunda.
–
¿Maestro, todo bien? ¿Se siente bien? –digo, por decir algo, porque el hombre
parece que quiere estar solo. Y yo siento que lo estoy cansando. Y quisiera
contarle un pedazo de mi vida, contarle todo, decirle que yo también estoy
sufriendo demasiado.
–
Todo bien chochera. Parece que eres buen pata. Pero no camines solo por aquí,
porque te pueden “poner al toque” (asaltar). Mejor anda, no más. Todo
tranquilo.
–
Es un honor conocerlo. Siempre quise entrevistarlo. Y ahora que lo vi, bajé
rápido a saludarlo, para decirle que a pesar de todo lo que digan de usted yo
creo que sigue siendo un ejemplo de lucha, pese a todo. Quizás, como muchos, los problemas de la vida
nos ahogan, no nos dejan respirar y a veces “nos tiramos al abandono”, al precipicio, hasta el "fondo más hondo".
–
Yo no soy ejemplo de nada.–me dice.
El
día se nubla más. Nos quedamos en silencio. Pero tengo una pregunta en el
tintero.
–
Siempre quise aprender a pelar –le
comento en voz baja– para defenderme; pero nunca pude aprender y por eso en el
colegio siempre me corría de las broncas. Maestro, dígame: ¿qué se necesita
para boxear? –pregunto antes de despedirme.
–
¡Solo hay que tener huevos!
Ese
derechazo me destroza el alma y caigo knock
out a la lona. Suena el campanazo final. Me despido y sigo mi camino.
Broncano
me sonríe como un niño que acaba de cometer una travesura.
Momentos que nos regala la vida, de conocer y poder entablar una conversación con grandes personajes que nos transmiten muchas cosas con tan sólo una mirada...
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