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lunes, 1 de diciembre de 2014

Mi último encuentro con Juan Ramírez Ruiz

Juan Ramírez Ruiz.
(Foto: Internet)
Nota del autor.- Este testimonio, escrito en Lima en mayo de 2008, fue publicado por primera vez en versión impresa en un dossier de homenaje al poeta Juan Ramírez Ruíz, editado por la Editorial Arteidea (Lima, 2008), donde participaron los escritores Jorge Luis Roncal, Armando Arteaga y Róger Santivañez, así como el pintor Bruno Portuguez.Además, un resumen del testimonio fue publicado por el diario La República, el 17 de junio de 2008.Reciéntemente, este testimonio ha sido incluido en el libro-homenaje al poeta JRR titulado "Revelación en la senda del manzanar", editado por Fredy Roncalla (Pakarina Editores / Hawansuyo, 2014). En esta versión, los editores me pidieron enviar otro epígrafe y envié este: "“Este era el triste caminando alegre / por pueblo sin calles, casa entera. / No estaba en el balcón la primavera / y él silbaba para que saliera. // Seguía el triste caminando alegre. / Puso su pena en linda pajarera, / más, chiroque, rebelde a su manera, / murió sangrando miel algarrobera" (Juan José Lora Olivares).Asimismo, de entro todas las apreciaciones, coincido con el escritor Omar Livano, quien afirma que "Juan Ramírez Ruiz es el poeta más importante del Perú". Ver su artículo completo aquí.

Por: Nivardo Córdova Salinas

“Sé recio. -Sé viril. -Sé hombre. -Y después...sé angel”
Camino, Sanjosemaría Escrivá de Balaguer

Este testimonio sobre mi último encuentro con el poeta Juan Ramírez Ruiz no está escrito para entretener. Debería, según los cánones del periodismo, tomar la mayor distancia posible del tema para escribirlo de la manera más fiel posible a la verdad. Sin embargo, la objetividad periodística es más una cuestión ética, de manera que me es imposible abandonar la subjetividad para relatar lo que viene. Para explicar aquel encuentro fortuito con el poeta Juan Ramírez Ruiz el mes de mayo de 2007, en la ciudad de Trujillo, mientras el vate recorría “su camino” (camino que dejó por unas horas para ser huésped por una noche en mi casa, hasta que con la frase “¡Basta de homenajes!” se marchó al día siguiente sin aceptar más ayuda) tendría que explicar brevemente cómo, cuando y dónde conocí a este genial escritor, pues aquella tarde pude identificar a Juan debido a que su fisonomía y su manera de ser las tenía impregnadas en mi retina y en mi alma. Sólo así pude saber que la persona que estaba parada en una esquina, oteando el horizonte urbano, totalmente irreconocible a simple vista por su apariencia personal, era mi paisano y amigo, y era él, más allá de su imagen de indigente, era él a través de su rostro inmutable, su mirada penetrante, su postura ensimismada, su actitud enérgica y orgullosa. Ese encuentro, que duró no más de un día, marcó mi vida al punto de que las semanas y meses siguientes, y aún hasta hoy, no dejo de pensar en el tema. Es doloroso y estremecedor saber que hallé casualmente al mayor poeta del Perú, mientras él deambulaba en las calles trujillanas como –en palabras de otro gran poeta chiclayano, Juan José Lora- “un fantasma de bendita cera...”. Juan pernoctó en mi casa una noche y al día siguiente se marchó. Según hoy se sabe a partir de las investigaciones policiales, Juan Ramírez Ruiz falleció el 17 de junio de 2007 a las 8:50 p.m., atropellado por un ómnibus de la empresa América Express de placa UQ 3584, en el Km. 515 de la Panamericana Norte, cerca de Virú, según dice el parte policial N° 10-07-PNP Virú. Es decir, poco más de un mes después de nuestro encuentro. Mientras todo el año pasado lo buscamos insistentemente, Juan ya nos miraba desde el cielo, pues murió en la más absoluta soledad, entre los médanos del desierto costero, como él ya lo había pronosticado en varios poemas premonitorios (un caso similar a César Vallejo y Javier Heraud).

***
Al poeta Juan Ramírez Ruiz lo conocí primero mediante su poesía. Era el año 1985, yo tenía 15 años, y leía y releía sus versos en la “Antología de la poesía peruana” de Alberto Escobar. Aparte de la belleza de sus poemas, me impactó saber que él había nacido en Chiclayo, y que en uno de sus poemas sobre una huelga de obreros azucareros titulado “7 de Enero” –muchos levantamientos obreros terminaron en cruentas masacres según versión de mis abuelos y mis padres- mencionaba a Cayaltí, mi tierra natal. Ese fue el inicio. Después, pude conocer rol fundacional en el movimiento Hora Zero, así como leer su manifiesto “Palabras urgentes” y otros textos suyos en la antología “Estos 13” de José Miguel Oviedo. Desde entonces ya mi humilde opinión consideraba a Ramírez Ruiz como el gran poeta de Chiclayo, al que sólo conocía de nombre, pero era una especie de orgullo personal saber que existía un poeta de esa altura, en esa época en que Chiclayo era considerada como una “ciudad fenicia y de mercaderes”. Entonces, todavía yo ni siquiera imaginaba que iba a dedicarme al periodismo, pero era y soy un lector de poesía.Tuvo que pasar una década para poder conocerlo personalmente, también en la ciudad de Trujillo, de la mano del poeta, editor y director de Arteidea Jorge Luis Roncal –quien ahora me da la oportunidad de escribir estas líneas- y de mi colega Carlos Cerna Bazán, entonces coordinador de Arteidea. Fue en 1996, con ocasión de la presentación en esa ciudad de “Las armas molidas” (editado precisamente por Arteidea), cuando pude estrechar por primera vez la mano del escritor. A la sazón yo escribía en la sección cultural del diario La Industria de Trujillo, y con el poeta sostuvimos una entrevista que inmediatamente fue publicada en dicho periódico centenario. Recuerdo que Juan portaba un cartapacio con una botella de ron adentro, vestía un saco crema, botines de cuero negros y llevaba el cabello crecido, con sus bigotes característicos. La presentación de “Las armas molidas” se hizo por la noche en el Salón Consistorial de la Municipalidad Provincial de Trujillo; luego del acto nos fuimos a conversar con JRR y el poeta Juan Félix Cortés Espinosa al fenecido Bar Colonial, en un balcón de la Plaza Mayor. Nos acompañaban también Carlos Ex Subte y Alberto Robles, jóvenes poetas vinculados a la movida musical “subterránea” trujillana. A medida que la noche avanzaba, la conversación subía de tono, y Juan –emplazado por uno de los invitados a demostrar que Hora Zero no se había “vendido al sistema”- comenzó a lanzar diatribas e insultos por doquier. Yo era un espectador de todo eso. Y Juan me pareció un poeta rebelde y “chúcaro”.Posteriormente encontré a JRR en Chiclayo en el año 2000, tras mi arribo a esa ciudad para trabajar en el semanario “Expresión” y además curarme de algunas dolencias del alma. Habían pasado varios años desde que lo conocí, pero Juan mantenía esa misma sencillez y humildad, al tiempo que fuerza y energía. Aquel reencuentro se dio en la sede del INC-Chiclayo, una casona ubicada en la avenida Luis Gonzales, durante un recital artístico -al que JRR llegó como espectador- ofrecido por los internos de la comunidad terapéutica “Dama Rena Morand” (un centro de rehabilitación para drogodependientes donde se fomentaban talleres de poesía, pero donde paradójicamente los internos vivían en pésimas condiciones de salubridad y además eran maltratados física y psicológicamente).

Alguien me comentó que Juan Ramírez Ruiz figuraba entre los asistentes. Sí, estaba allí, y escuchaba atento la lectura de poemas. Al final del recital, me acerqué para saludarlo y preguntarle: “Señor Ramírez ¿se acuerda de mí?, ¿de la entrevista en Trujillo?”. El me auscultó con la mirada, entrecerrando los ojos para acordarse. Creo que él no sabía quien era yo, pero me respondió gentilmente que sí se acordaba. De todas formas, aquello marco el inició de varias nuevas conversaciones en el extinto cafetín “Tambo Real” (frente a la Basílica de San Antonio, también cerca al INC chiclayano, que era frecuentado por Juan y los escritores y artistas chiclayanos) y algunas caminatas por Chiclayo. Entonces JRR vivía allá, me parece que tomaba licor con frecuencia y me contaba que estaba escribiendo varios libros. Era asiduo lector en la Biblioteca Municipal “José Eufemio Lora y Lora” de Chiclayo. Nuestros encuentros chiclayanos eran esporádicos, siempre casuales. Alguna vez me pidió que lo visitara en su casa familiar de la calle Arica, pero en su casa nunca lo encontré. Creo que sería una exageración decir que éramos íntimos amigos, pero siempre que nos cruzábamos en la calle conversábamos un buen rato. Yo, bajo el membrete de Sindicato de Poetas sin Trabajo, editaba la plaqueta de poesía “Don Loche”, en cuyo tercer número del año 2004 se publicó un fragmento del poema “Solitario” de JRR. Debo decir que varias veces le propuse entrevistarlo, pero él rechazó el pedido, y sólo me decía “hay que sentarnos a conversar”.Hubo un incidente memorable que no puedo obviar, ocurrido el 2005: me enteré que JRR había “rechazado” públicamente el premio que le otorgaba una asociación llamada “Conglomerado Cultural Lambayecano” de cuyo director no quiero acordarme. Escribí una brevísima nota en “Expresión” elogiando ese gesto de Juan, lo cual motivó inmediatamente la difusión de un pasquín de difamación y calumnia contra mí, pero en el que además se burlaban de Juan de forma vil. Fue un golpe bajo. Se pudo identificar a los “autores” de esta infamia. En junio de ese año, por razones de fuerza mayor que no viene al caso relatar, tuve que dejar Chiclayo. Desaparecí de escena durante año y medio, hasta que en septiembre de 2006 retorné a Trujillo, y gracias a la providencia de Dios empecé a laborar en el programa “Altavoz” de Radio Libertad, cooperar con el corresponsal de El Comercio, Francisco Vallejos, y publicar artículos en La Industria, Correo, Nuevo Norte la revista Clave, el semanario La Voz de la Calle y el portal www.peruprensa.org. No volví a ver a Juan Ramírez Ruiz sino hasta mayo de 2007, pero en los meses anteriores a esta fecha recuerdo que tanto el poeta Stanley Vega como otros amigos chiclayanos mediante la Internet me habían comentado vagamente, sin mayores precisiones, que “Juan estaba deambulando en las calles”. Ese campanazo creo que fue el que me mantuvo, de alguna forma, en alerta. Recuerdo incluso que esos días el poeta Feliciano Mejía llegó a Trujillo procedente de Francia. Entonces lo invitamos al programa radial y le preguntamos sobre JRR y la posibilidad de que éste haya radicalizado su opción de vida, a lo que Mejía respondió: “No creo. En el fondo es una opción política…”. No tenía más información sobre JRR, pero presentía que algo estaba pasando. (Me pregunto ahora: si en Chiclayo, ya Juan estaba en este trance autodestructivo ¿por qué nadie hizo nada y simplemente lo vieron pasar? Pero yo mismo me pregunto y me respondo que Juan pretendía una autonomía y libertad casi absoluta, y es seguro que todos –incluso su familia, incluso yo- no pudieron hacer nada para detener su autoexilio). Pero todas estas circunstancias, eran simplemente el preámbulo del encuentro posterior y definitivo con el poeta.

***
La narración anterior, que muchos considerarán ociosa, reviste de cierta importancia porque es la única forma de explicarme cómo pude reconocer a Juan en nuestro último encuentro que duró apenas casi 24 horas. Muchas veces, a lo largo de los últimos meses, me he puesto a pensar en el tema de manera casi obsesiva, incluso me hice esta pregunta en varias ocasiones: “¿Qué habría pasado si aquel día de mayo de 2007 yo no hubiera reconocido a Juan en la calle, y hubiera seguido caminando de largo sin voltear la mirada? ¿Lo seguiríamos buscando todavía?Pero no fue así. Aquel día de otoño en que ya había terminado la tradicional fiesta de San Isidro Labrador, en la campiña de Moche, íbamos con mi esposa, Liliana Guevara García, caminando por la avenida América Sur con rumbo al Mercado Mayorista. Nuestra situación económica era difícil –lo sigue siendo- así que generalmente nos movilizábamos a pie. Al promediar las cuatro de la tarde, en las inmediaciones del denominado Complejo Deportivo Chicago –zona al barrio del mismo nombre- y cerca de la intersección de las avenidas América Sur con Manuel Gonzales Prada, fue que ocurrió ese encuentro fortuito: Juan estaba parado en una esquina, mirando el infinito. Por respeto a su memoria, me reservo la posibilidad de describir al detalle su apariencia física, pero para una mayor comprensión del asunto debo decir que el poeta parecía estar en un estado de indigencia total. Todo ocurrió muy rápidamente. Al pasar cerca de Juan, que estaba por así decirlo, inmutable, giré la mirada a mi izquierda y pude saber inmediatamente que era él, más allá de su inusual aspecto. “¡Juan!”, le grite; “¡Hermano!, me dijo, y nos abrazamos. Yo me puse a llorar. Inmediatamente me dije en silencio: “¡Dios mío, es verdad que Juan está viviendo en las calles!”. Mi esposa ni se había percatado y tuvo que retroceder unos pasos para recién darse cuenta de quién era el ilustre personaje que teníamos al frente: el poeta. “Estoy viviendo en las calles hace mucho tiempo”, fue lo que nos dijo, señalando a la vez el enorme tanque de agua que se ubica en el complejo deportivo, y la cúpula de una iglesia del centro. Fue un encuentro emotivo, pero interiormente yo sentía una tristeza profunda, porque veía a Juan trajinado y cansado de tanta caminata, casi transfigurado en un “ángel reciclador de basura”, vestido en harapos, con la piel de color oscura, por la tierra y el barro impregnados en su cuerpo, pues estaba realmente viviendo y durmiendo en la calle, a la intemperie. Observé que llevaba unos cartones dentro de la camisa, a la altura del pecho, para protegerse del frío. Tenía hambre y sed y portaba una bolsa plástica negra, en cuyo interior había algunos panes secos y un recipiente descartable de “tecnopor”. “Ahora estoy aquí, triangulando arquitecturas”, fue una de las frases que pronunció.Por supuesto, al preguntarle “Juan, ¿qué haces aquí?, ¿por qué estas viviendo de esta manera?”, el poeta contestaba de forma esquiva pero con frases metafóricas. Me sorprendió aún más cuando nos preguntó “¿En qué ciudad estamos?”. Sabiendo lo rebelde e iconoclasta que era Juan, de su resistencia a formalizarse, confieso que verlo en ese estado me pareció fruto de su rebeldía y automarginalidad. Pero a la vez es muy sobrecogedor ver en esa condición a una persona que conoces, más aún tratándose de un artista de la sensibilidad de Juan. Todos los días nos topamos en la calle con personas que tienen esa apariencia, y simplemente pensamos que son locos o dementes o pordioseros. Pero en este caso era Juan Ramírez Ruiz, el gran poeta del Perú, el amigo, el paisano chiclayano…Como una reacción natural, con mucho respeto le propusimos a Juan que nos acompañe a casa. Decidimos regresar al hogar, con Juan de la mano, y retornamos caminando por la misma avenida América Sur hasta la casa de mis padres en la urbanización Los Pinos, donde yo y mi esposa vivíamos en un pequeño espacio contiguo que nos habían cedido generosamente. Queríamos que Juan sea nuestro huésped, aliviar en parte su hambre y sed, prometiéndole ayudarlo luego a encontrar una casa definitiva. En el camino a mi hogar entramos a una tienda, compramos panes y refrescos, que compartimos juntos. En el trayecto los transeúntes nos miraban sorprendidos, pues talvez no les parecía muy usual el grupo que veían. Incluso mis padres, cayaltileños de pura sepa, se asombraron cuando les pedí permiso para que Juan durmiera en mi habitación. “Hijo, ¿no crees que es una falta de respeto y un peligro para tu esposa?”, me dijeron. Pero luego de explicarles, mis padres -cristianos y devotos- me dieron permiso para que JRR durmiera una noche en casa. Luego de que llegamos a mi domicilio casi a las 8 de la noche, lo primero que hicimos fue preguntarle a Juan si deseaba asearse. El poeta aceptó, así que calentamos agua y lo ayudé a desvestirse. Cuando el agua caía sobre su cabeza y la esponja lavaba su piel Juan decía: “Gracias a Dios, gracias a Dios”. También lo ayudé a rasurarse, en tanto mi esposa hizo un atado con sus vestiduras viejas y las arrojó a la basura. Pudimos compartir con él nuevas prendas: un pantalón, medias, polo y una camisa, que se sumaron al gabán que, en el trayecto, le obsequió el poeta Jorge Segura, quien iba en bicicleta, y al explicarle que era Juan Ramírez Ruiz no dudó en obsequiarle su propio abrigo. No teníamos otro par de zapatos para ofrecerle, así que mi mujer tuvo el noble gesto de lustrar los que Juan llevaba, y que debían haber soportado cientos de kilómetros de dura caminata. Una vez bañado, nos dispusimos a cenar: avena con leche, panes y un “calentado” del almuerzo. Juan estaba tranquilo, pero me preguntaba por su hermano José. No teníamos el teléfono de él, lo único que sabíamos es que ya no trabajaba como director del diario La Industria de Chiclayo. Había sido un día agotador y aprovechamos algunos minutos para conversar de poesía, de política, de la vida, incluso le confesé mis desgracias personales. Le mostré algunos recortes que tenía sobre él, especialmente la fotocopia de la publicación de un ensayo de Paolo de Lima sobre su poesía, el cual se había editado meses antes en la diario Nuevo Norte. Pero Juan no mostraba entusiasmo por ello, y a lo sumo dijo “Está bien”. Igual reaccionaba frente a los valses criollos que le hacíamos escuchar. Luego, por decisión mutua con mi esposa, le cedimos nuestra cama a Juan para que descanse y nosotros acomodamos una tarima sobre el piso. Recuerdo que en la madrugada Juan se levantaba por lo menos cada media hora y se dirigía al baño a orinar. “Juan ¿está pasando algo?”, le pregunté pensando que se sentía mal. “No”, decía, “este es mi ritmo, yo ya me conozco”.Al día siguiente nos levantamos temprano para desayunar. El sintonizado programa radial “Altavoz”, que conduce Carlos Cerna –hermano menor del poeta José Cerna, también miembro de Hora Zero- empieza a las 9 de la mañana. Le dije a Juan: “Vamos a ver al hermano del poeta José Cerna”. Nos dirigimos a la famosa radioemisora trujillana, en la calle Zepita. Juan no aceptó una entrevista, pero se quedó en la cabina de locución observado y cuando acabó el programa conversamos con Carlos, quien también se comprometió a buscar un alojamiento para Juan. Carlos nos invitó el desayuno en “El rincón de Vallejo”, restaurante ubicado en la esquina de las calles San Martín y Orbegoso, en el ex Hotel El Arco, donde el poeta César Vallejo había vivido de pensión en su época de estudiante universitario. Pero Carlos tenía una agenda recargada ese día, así que nos despedimos de él y con Juan enrumbamos esa mañana a visitar a periodistas y amigos que –pensaba yo- podían brindar un apoyo a Juan, con hospedaje o alimentación, lo cual considerábamos urgente. Minutos después, mi amigo César Allaín, hijo del pintor Oscar Allaín, nos recibió en su casa en Huertagrande, cerca al centro histórico, pero algunos problemas conyugales no le permitían ofrecer más. Luego visitamos al periodista de La Industria, Luis Alberto Quintanilla, en la sede de dicho diario en el jirón Gamarra. Tuvo la amabilidad de pagar el almuerzo de Juan en el restaurante Minchola, frente a La Industria. Juan devoró su plato, pero además al salir me percaté que él, cuando pasaba por un puesto de frutas o golosinas, cogía lo primero que se le ponía al alcance. Una vendedora de piñas, al ver que Juan se llevaba uno de los frutos, decidió seguirlo. Juan no soltó su prenda. Yo le pedí disculpas a la anciana. “Yo tomo lo que la naturaleza me provee”, dijo Juan.Tras una breve caminata infructuosa por el centro de Trujillo decidimos regresar a casa ya pasado el mediodía nuevamente a pie, y en compañía de mi esposa volvimos a salir juntos antes de las cinco de la tarde. “¿Cómo les fue hoy?, preguntó ella. “Todavía nada”, le respondí, cansado. Entonces se nos ocurrió visitar a Franciso Cabrejos, un buen conocido chiclayano que vivía a pocas cuadras, y que era propietario del hotel “El Heraldo de La Merced”, en la urbanización del mismo nombre, cerca de la Escuela de Bellas Artes “Macedonio de la Torre”. Paco, como le decimos, nos recibió de manera muy cordial y al saber que estaba frente al poeta Juan Ramírez Ruiz no dudó decir: “Puede quedarse tranquilamente aquí, le cedo una habitación totalmente gratis”, comprendiendo que Juan necesitaba ese tipo de apoyo. En ese momento crucial, Juan nos miró a todos con desconfianza. La habitación disponible estaba en el tercer piso, el dueño del hotel lo invitó nuevamente a que suba. Juan empezó a endurecer su gesto, y ante nuestra insistencia nos decía “Silencio, por favor”. Mi esposa le suplicó: “Don Juan, por favor quédese aquí, ya no esté durmiendo en las calles”. “Hija, ¡por favor silencio!”, le respondió. En esta escena, Paco Cabrejos era el más sorprendido y me miraba como diciéndome “¿Qué sucede?”. Transcurrieron varios minutos, en que le rogamos a Juan que se quede a descansar en el hotel. De pronto Juan nos miró a todos y gritó: “¡Basta de homenajes! ¡Me voy!”. Acto seguido se levantó del sillón donde estaba sentado y se dirigió, ensimismado, hacia la puerta de salida. Lo seguimos por la vereda. Dobló por un pasaje y entró a la avenida Larco, sin voltear a mirarnos. Siguió caminando raudamente, mientras nosotros avanzábamos por detrás tratando de seguir la celeridad de sus pasos. Mi esposa y yo nuevamente lo llamamos “¡Juaaan! ¡Juaaan!”. El volteó la mirada y nos hizo un gestó de despedida, casi de rechazo. Comprendimos que era inútil intentar persuadirlo, mucho menos coaccionarlo o retenerlo por la fuerza…Así fue que se marchó y lo vimos partir, totalmente impotentes. Durante esa noche, conversamos con mi esposa sobre el asunto. “Hemos hecho todo lo que estuvo en nuestras manos”, me decía ella. Yo no había podido conseguir teléfonos de los familiares de Juan en Chiclayo, pero al día siguiente le comenté al colega Carlos Cerna en la radio este incidente. Me dijo: “Así es Juan”. Hasta aquí, el relato de mi encuentro con Juan Ramírez Ruiz.
***Lo que viene después podría ser el capítulo de una novela épica sobre la búsqueda del poeta.Inmediatamente después de este encuentro con Juan, inicié el envío de cartas a mis amigos y colegas, mediante correos electrónicos, comentándoles el suceso. Nadie respondía. En las últimas semanas, ya teníamos pensado con mi esposa mudarnos a Lima para buscar mejor trabajo y salir adelante. El día de la madre, 12 o 13 de mayo, vinimos a la capital peruana y apenas llegamos, mientras yo buscaba trabajo, seguí enviando estas cartas. En junio, hubo alguien que se interesó sobremanera: el escritor Bruno Buendía Sialer –su madre es chiclayana y él frecuentemente alterna sus estadías entre Lima, Chiclayo y Pimentel-. Con Bruno nos citamos los primeros días de junio de 2007 al pie de la Catedral de Lima. Le relaté lo sucedido nuevamente y él me comentó que había decidido viajar a Chiclayo a buscar a los familiares de Juan para contarles lo que estaba pasando. Me dijo que también había conversado con algunos escritores chiclayanos. Semanas después, en julio, tengo entendido que Bruno viajó a Trujillo. Creo que su búsqueda fue infructuosa. Otro amigo chiclayano radicado en Lima se interesó en el tema: Róger Julca Urrello, cuya ex esposa Karina Ramírez es sobrina del poeta. Me parece que Róger le comentó a ella, quien a la vez posiblemente también les comentó a los familiares. Lo cierto es que, en determinado momento, talvez por la versión de Buendía o de la señora Ramírez, los familiares del poeta en Chiclayo tomaron conocimiento de que el paradero de Juan era un misterio. Hasta el momento, todavía ningún blog de Internet había acogido mis cartas. Debe haber sido el mes de julio.A fines de agosto o primeros días de septiembre, recibí en mi centro de trabajo periodístico, la revista Caretas, la llamada telefónica don José Ramírez Ruiz –periodista, hermano mayor de Juan. Yo lo conocía porque en la década del noventa trabajé en el diario La Industria de Trujillo, y cuando iba de comisión a Chiclayo me reportaba en la sede de La Industria de esa ciudad. “Pepe” Ramírez no era un extraño para mí, pero él se había jubilado de ese diario hace varios años. Lo cierto es que él sabía que posiblemente era yo una de las personas que había visto a Juan. Lo invité a la sede de revista Caretas en la Plaza de Armas de Lima y el llegó, en compañía de su esposa. Estaba visiblemente compungido, triste. Conversamos más de una hora. Me pidió que le contara cómo fue mi encuentro con Juan. Nuevamente relaté lo sucedido detalle por detalle, mientras él apuntaba en una libreta. Recuerdo que en un momento, me dijo: “¿Y por qué no me avisaste?”. “Porque no sabía ni su dirección ni su teléfono”, le dije. Al final de la conversación me informó que ellos habían puesto la denuncia de desaparición ante la División de Investigación Personas Desaparecidas de la Policía Nacional del Perú, y me pidió estar atento a las pesquisas y cooperar con la información que yo tenía.Esa noche volví a redactar una nueva carta abierta, y la envié a los nuevos contactos que tenía en Lima. Fue el poeta Miguel Ildefonso quien tuvo el buen tino de reenviarla a Paul Guillén, quien a su vez “colgó” la misiva en su blog “Sol Negro” en el mes de septiembre. A partir de allí empieza un interés mayor por el caso, tanto por parte de los intelectuales y amigos del poeta, como de “bloggers” de Internet y algunos medios de comunicación. Recuerdo que me llamaron de Radio Programas del Perú para preguntarme sobre el asunto y además esos días el diario La República publicó una noticia. Ya el asunto toma un carácter más público. Recibí, desde Chiclayo, la llamada del escritor Arturo Rodríguez Serquén, también para preguntarme sobre el tema y nada más. Desde Alemania, los poetas peruanos José Pablo Quevedo y Raúl Bueno, también estaban preocupados.Los días y semanas transcurrían. Entonces se empieza a especular mucho, circulan versiones contradictorias, una de ellas fue que “Ya encontraron a Juan en la calle Caquetá y lo han internado en un centro de rehabilitación”. Pero todo era un rumor que se extendía. Le pregunté por correo a don José Ramírez: “¿Es cierto que ya encontraron a Juan?”. “Lamentablemente no”, respondió. Fue esos días en que, a raíz de este caso, empiezo una amplia correspondencia epistolar con el poeta Róger Santiváñez, a quien no conozco personalmente, pero que en todo momento mostró su preocupación en el asunto.En vísperas de navidad, el 22 de diciembre, me visitan en Caretas el mayor PNP Oscar Zavala Távara y su equipo de investigación del caso. “Queremos que nos hables sobre el declamador”, me dijeron, mientras me auscultaban con la mirada. Les relaté, nuevamente, todos los detalles. Sin necesidad de ser citado formalmente, al día siguiente acudí a primera hora a la sede de la Dinincri en el centro de Lima para brindar mi testimonio. El interrogatorio duró dos horas: en la mesa, junto a los policías, estaba la fotografía de Juan. Algunas preguntas que recuerdo son: “¿Cuándo se enteró usted de que Juan estaba desaparecido?” (“Yo no me enteré de que estaba desaparecido, yo encontré de casualidad a mi amigo y le brindé hospedaje por una noche en mi casa”), ¿Por qué no lo condujo a la comisaría?” (“Porque no me pareció lo más oportuno”), “¿El poeta esta ebrio o drogado?” (Ninguna de las dos. Juan estaba totalmente sobrio”). Al terminar el interrogatorio policial, los agentes me agradecieron y me pidieron que siga cooperando cuando ellos me lo pidieran. Me parece que, como es propio de su trabajo, me miraban con cierta sospecha y quizás hasta barajaban teorías de un posible asesinato o secuestro. Confieso que yo me decía a mí mismo ¿pero, por qué?”.Días después los agentes regresaron a visitarme, esta vez para preguntarme amigablemente si podía acompañarlos a Trujillo, pues querían conocer mi casa y saber dónde durmió Juan. Recuerdo que, por razones de trabajo, me era imposible ir y les pedí que, si llegaban a mi casa, fueran muy discretos al hablar con mi madre, quien sufre de hipertensión, temiendo que tenga una impresión fuerte o algo por el estilo. “No te preocupes, somos muy cautelosos en ese sentido”, dijeron. Incluso llamé por teléfono a don José Ramírez para hablarle del tema. Él respondió “La policía está manejando la investigación, lo dejo en manos de ellos”. Así, en medio de estos vaivenes, terminó el año 2007.Los primeros días de enero del año 2008, recibí una llamada telefónica de mi amigo Róger Julca, quien me dijo: “Nivardo, parece que a Juan ya lo encontraron. Al parecer ha fallecido atropellado y fue sepultado como NN en Trujillo”. Me puse a llorar por Juan, y entre sollozos, inmediatamente llamé al mayor Oscar Zavala para preguntarle “¿Es cierto esto?”. “Sí, falleció el 17 de junio de 2007, en el kilómetro 515 de la Panamericana Norte, atropellado por un ómnibus de la empresa American Express. Lo hemos identificado por la huellas necrodactilares”, confirmó. Esa diligencia policial se realizó el 9 de enero en la morgue de Trujillo. Días después el hecho empezó a difundirse e incluso se han publicado algunos textos sobre el tema. La noticia del fallecimiento del poeta Juan Ramírez Ruiz cayó como un baldazo de agua helada sobre el Perú.Personalmente, recién ahora –un año después de mi último encuentro con Juan- y por invitación de Arteidea brindo este testimonio, con todo respeto a la memoria del poeta.
Lima, Perú, 17 de mayo de 2008.

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